Berlín, Alemania
Emilia
El dolor ha bajado, pero la adrenalina todavía me recorre como fuego líquido.
El pasillo de la mansión está en penumbras cuando entramos. Nadie dice nada. Konstantin se adelanta para asegurarse de que todo esté despejado. Yo solo miro a Viktor, esperando a que suelte esa tormenta que lleva contenida desde que me vio sangrar.
Pero no lo hace.
—Ven conmigo —dice sin mirarme.
Obedezco, no quiero alterarlo más.
Caminamos en silencio hasta el baño del ala este, donde la luz es blanca, estéril, y cada sonido se amplifica: el crujido de mis botas, el roce de mi respiración. Viktor abre el botiquín y empieza a sacar cosas sin siquiera preguntarme si estoy bien. No lo necesita. Lo sabe porque lo vio en mi cara.
Me siento sobre el mármol frío del tocador y extiendo el brazo.
—No me va a doler —miento.
Él no responde. Toma una gasa, la empapa en alcohol y sin ninguna ceremonia la aprieta contra la herida. Arde, así que me estremezco. Mis uñas se clavan contra la superfici