El hostal.
Quién diría que el CEO, mujeriego y desesperante, reclamaría mi corazón. Sonrío, casi eufórica, y regreso a mi lugar.
Mi mente divaga, lejos, perdida entre las sábanas de Sam y el recuerdo de su lengua deliciosa recorriendo mi cuerpo.
Pero unas palabras amables irrumpen mis pensamientos: las de mi madre. Reniego de su presencia y clavo la mirada en la pantalla del ordenador.
Una pantalla atestada de números y fórmulas de Excel.
De pronto, el celular de Sam me hace dar un brinco en la silla.
—¿Sí? —responde sin saber, al parecer, quién lo llama.
…
—¡Oh!... sí… —carraspea y traga saliva; la llamada lo pone visiblemente nervioso.
…
—De acuerdo, hasta mañana.
Coloca el móvil con excesivo cuidado sobre la mesa, estirando el momento, y de pronto me observa.
—¿Qué pasa, Sam? —indago, curiosa.
—Es Britanis… dice que ya está bien y que mañana se reincorpora —responde sin mirarme.
Un fuego peligroso me recorre la médula. Los oídos me pitan y siento que pierdo el control.
—Esa… maldita… ¿y Miran