En el trayecto a Más Uno, Sam no deja de vigilarme, de acecharme. Quiere tener bajo su control cada movimiento que hago.
—¡Basta, Sam! —chillo, enojada. No tengo paciencia para sus tonterías.
—¿Qué… qué? —pregunta fingiendo no entender, girándose hacia mí con un gesto inocente.
—No me mires más. No tengo nada —respondo cortante, con una frialdad extrema.
Sam se encoge de hombros, clava la vista en la carretera y no vuelve a pronunciar palabra en todo el camino.
Llegamos más rápido de lo que esperaba. Al entrar a la oficina, Natali ya ha regresado al trabajo. Tiene los ojos marchitos y la nariz enrojecida.
—¡Buenos días, chicos! —nos saluda entre estornudos. Lleva su cabello lacio, normalmente impecable, recogido en una cebolla desordenada, y no deja de soplarse la nariz.
—¿Aún estás enferma, Natali?… Si quieres, puedes regresar a casa —le dice Sam con esa voz melosa y cautivadora que tan bien sabe usar.
—Gracias, señor… creo… que será lo mejor —responde ella, cubriéndose la nariz con