Los días siguientes sucedieron iguales, salíamos de cacería constantemente, Stefano me prestó un colgante que colgaba de su cuello, dijo que era un amuleto de buena suerte, me sorprendió que lo hiciera, lo colgué en mi cuello, puedo jurar que el rostro de Livia se puso verde al verlo.
Por la mañana, tomé el colgante que Stefano me prestó: era un cordón de cuero con una garra de lobo tallada en hueso. Quería devolvérselo, agradecerle, pero mi pulso iba a mil. “Solo hazlo, Chiara”, me dije, apretando el colgante hasta que me dolió la mano. “No te compliques”.
Caminé hasta la cabaña principal, donde Stefano planeaba las cacerías, él estaba solo, inclinado sobre un mapa, al escucharme llegar, levantó la vista, y se me quedó viendo, alzando una ceja, con rostro serio.
—Naia —dijo, en tono cortante— ¿Qué quieres?
Tragué saliva, y levanté el colgante para mostrarselo.
—Vine a devolverte esto —dije, casi susurrando— gracias por prestármelo.
Se puso de pie, lentamente, como un depredador, y se