El campamento estaba lleno de murmullos y miradas afiladas, yo sentía cada una como un zarpazo en la espalda. Después del ritual, donde devolví el amuleto bajo la luna, la manada estaba dividida: algunos me veían con curiosidad, otros con desprecio, y Livia, con una envidia que no podía disimular por más que intentara.
Pero lo que más me inquietaba era Stefano, cuyos ojos azules me perseguían, encendiendo a Lira, mi loba, con un fuego que no podía apagar. Cada roce, cada palabra suya, era una chispa que amenazaba con quemar mi disfraz de Omega y exponer a la Alfa que rugía bajo mi piel.
Esa mañana, mientras ayudaba a desollar un ciervo en el claro, sentí una presencia a mi espalda, no hostil, pero pesada, como un lobo acechando. Me giré, esperando encontrar a Livia o Fabio, pero era Dario, el abuelo de Stefano, sus ojos grises que parecían ver más allá de mi disfraz, me miró un instante, y algo en su expresión me hizo tensarme.
—Naia —dijo, con una voz que era calmada pero autoritari