No podía ser cruel y dejarlos a su suerte, Stefano después de todo era el padre de Likan, y en su manada había mujeres y cachorros, me imaginé en la misma suerte.
—Qué los dejen entrar —ordené, Lira gruñó en desacuerdo.
El portón se abrió y ellos entraron, los observé con detenimiento, ahí estaban, apiñados en mi patio. Los Lobos de la Tormenta, los que antes me habían humillado tanto.
Mis guerreros los rodeaban, formando un círculo tenso, con las espadas y lanzas listas. Nadie decía nada. Solo se oía la respiración agitada de ellos y el viento helado.
Stefano estaba al frente, tenía una cortada profunda en la mejilla y cojeaba. Sus ojos azules se clavaron en mí detenidamente, y aunque quisiera negarlo, esa mirada tenía aún el efecto de descontrolarme.
—Marco —dije, sin apartar la vista de Stefano— llévalos a los barracones del este, ahora, que atiendan a los heridos y que los alimenten.
Mi Beta asintió y empezó a dar órdenes. Mis guerreros guiaron a los recién llegados hacia el edifi