No pude esperar más, dí la orden de reunir a los sobrevivientes, los conté a todos, solo treinta y ocho de mis ochenta guerreros quedaban, aunque habíamos vencido, la victoria era amarga.
—Empaquen todo lo que puedan cargar —ordené— nos vamos a la montaña antes de que anochezca.
Marco asintió, su brazo izquierdo estaba vendado, cubriendo una herida que no dejaba de sangrar.
—Es la decisión correcta, Alfa. En el valle somos patos sentados esperando el próximo ataque.
Stefano se acercó.
—Chiara, quédate —dijo, sus ojos azules buscaron los míos— juntos nuestras manadas son más fuertes. Podemos...
—No —contesté, desviando la mirada hacia donde mis guerreros cargaban a los heridos— Tienes tu manada que proteger. Tu... esposa.
La palabra esposa me provocó una incómoda sensación dentro de mi pecho, Livia que acababa de llegar, golpeaba a unos guerreros del Norte, interrogándolos, me volteó a ver con esos ojos de víbora que mostraban todo su veneno.
—Chiara —insistió Stefano, bajando la voz