Margaret se desmayó por algunos minutos, aún sentía el olor de las sábanas impregnadas con el aroma de Dante cuando abrió los ojos. La habitación estaba oscura, iluminada solo por las luces de la ciudad filtrándose a través del ventanal. Dante se estaba vistiendo. Su espalda ancha y musculosa se movía con serenidad mientras abotonaba su camisa negra y se colocaba su reloj de lujo en la muñeca izquierda.
Ni siquiera la miró cuando terminó de arreglarse. Sin embargo dentro de el su lobo aullaba. Sabia que habia sido muy duro con ella y eso le molestaba. No sabe porque la compadece. —Te quiero el lunes en mi despacho. Quédate aquí. Mis hombres saben qué hacer contigo. Firmarás un contrato cuando estes en mi empresa. Fue lo único que dijo antes de salir de la habitación, dejando tras de sí un silencio pesado y el aroma de su feromona alfa flotando en el aire, pegajosa como miel podrida. Margaret no se movió. No quería moverse. Sentía su entrepierna inflamada, palpitante y dolorida. El nudo de su garganta era tan grande que apenas podía respirar. Su loba gemía de humillación y furia. Quería matarlo, arrancarle la garganta con sus colmillos, pero su cuerpo estaba demasiado adolorido para levantarse. Entonces, escuchó pasos acercándose. La cortina translúcida se abrió y dos sombras enormes la cubrieron. Eran los betas de seguridad que habían permanecido junto a la puerta durante toda la noche. Sus rostros eran inexpresivos, pero sus ojos oscuros brillaban con lujuria. —No deberíamos… —dijo uno de ellos, un hombre calvo con tatuajes hasta el cuello. —Él no tiene por qué enterarse… —respondió el otro, un beta de barba rala y ojos pequeños—. Solo será un ratito… no la marcaremos. Ya está marcada, pero no debemos desaprovechar esto. Ella de seguro ni lo recordará. Además no la vamos a penetrar. Margaret abrió los ojos con terror cuando el calvo se bajó el pantalón y sacó su erección venosa, acercándola a su rostro. Con manos gruesas le abrió la boca a la fuerza y le metió el glande hasta la garganta, ahogándola. Margaret intentó apartarse, pero el otro beta la inmovilizó, subiéndose sobre su abdomen y sentándose sobre sus enormes pechos, aplastándolos con sus caderas mientras se masturbaba con desesperación con ellos. —Maldita… eres más suave de lo que imaginé… —gruñó él, frotando su miembro entre sus senos hasta eyacular sobre su cuello y su barbilla. El que la forzaba a una felación también llegó al clímax, descargándose en su lengua antes de apartarse con un suspiro asqueroso. Margaret sintió el líquido caliente deslizarse por su garganta mientras las náuseas le cerraban el pecho. Ambos se vistieron rápido. Uno de ellos sacó una jeringa de su cinturón y se la clavó en el brazo izquierdo sin cuidado. —Es un inhibidor —dijo con voz neutra—. Para que no salgas embarazada. Sal cuando estés lista. Margaret no respondió. No los miró cuando salieron de la habitación. Su cuerpo temblaba tanto que sus dientes castañeteaban. Finalmente, se desmayó. Cuando despertó, no supo cuánto tiempo había pasado. La habitación estaba silenciosa. Se incorporó con dificultad y caminó tambaleante hasta el baño. Se miró en el espejo. Tenía semen seco en la cara, en el cuello y entre los pechos. Sus ojos azul cielo estaban apagados, vacíos. Se metió bajo la ducha y la sangre mezclada con semen corría en su entre pierna, Al terminar de ducharse, levantó la tapa del tanque del inodoro. Su puñal seguían allí, junto con la llave antigua que colgaba de su collar. Los guardó rápidamente en su bolso y se vistió con movimientos automáticos. Se miró una última vez en el espejo, deseando tener sus puñales en ese momento para atravesarlos en el pecho de esos malditos betas… y en el de Dante Moretti. Cuando salió de la habitación, uno de los guardias de la puerta la miró con una sonrisa burlona. —Te invito un trago, muñeca. Me dijeron que eras buena con la boca. Margaret lo miró directo a los ojos, con un odio tan puro que él retrocedió un paso. —Chinga a tu puta madre —escupió antes de alejarse. Al salir vio a los dos tipos que se aprovecharon de ella en la habitacion, fumando y drogandose en un callejon apartado detras del edificio. Cuando la vieron ya era tarde, ella se avalanzó al primero con el puñar en mano silenciandolo en la garganta con el puñar y al otro lo embistio con una patada en su entrepierna. Sin perder el tiempo tomó el mismo puñar ensangretado y se lo clavó en la entrepierna del otro sacandole las bolas mientras le cubria la boca, luego sin mas le rompió el cuello con un movimiento.—Espero que les sirva la leccion.
Media hora despues, llegó a su nueva casa de madrugada. Marco estaba despierto, esperándola en la sala, con la pistola sobre la mesa y un café frío entre las manos. Su rostro arrugado y cansado se iluminó cuando la vio entrar, pero la preocupación le arrugó la frente cuando notó su manera de caminar. —Margaret… ¿qué pasó? —preguntó con voz ronca. —No ahora, Marco. Hablamos en la mañana. —Su voz era hueca, muerta. Subió las escaleras y se encerró en su habitación, dejando su bolso sobre la cómoda antes de tirarse en la cama. Durmió sin sueños. O quizás los tuvo, pero su mente se negó a recordarlos. Al amanecer, se levantó y bajó a la cocina. Marco estaba allí, preparando café. La miró con ojos rojos de no haber dormido. —Háblame —ordenó con voz suave. Margaret se sentó frente a él. Sus manos estaban heladas mientras le contaba cada detalle. La llegada al club. El encuentro con Dante. La violación brutal. El nudo. La mordida. La marca en su clavícula. Los betas. La inyección. Cuando terminó, Marco la miraba con el rostro descompuesto, sus manos temblaban de ira y terror. —Margaret… —dijo con voz rota—. Dante te anudó y te marcó. ¿Lo entiendes? Ella parpadeó, confundida. —¿Y eso qué importa? Me inyectaron un inhibidor después. Lo importante es que puedo acercarme a él. Marco negó con la cabeza, con lágrimas formándose en sus ojos cansados. —No… Margaret, no entiendes. Una anudación… no hay inhibidor que funcione si hubo anudación y marca. Significa que su lobo te reconoció como su luna. No importa si estaba drogado o borracho… su instinto te eligió. Estás gestando, niña. Estás embarazada de ese hijo de puta. El mundo se detuvo para Margaret. Sintió un frío inmenso recorrerle los huesos. Su loba, en su interior, abrió los ojos y aulló. Un aullido de rabia, de dolor… y de promesa de venganza. Porque ahora no estaba sola. Ahora, tenía un motivo más para matar a Dante Moretti. El lunes llegó con un sol abrasador sobre Las Vegas, pero para Margaret, todo estaba cubierto por una fría niebla interna. Su cuerpo aún dolía. La marca en su clavícula ardía cada vez que la tocaba, así que cubrió el área con un parche color piel y una blusa blanca de seda abotonada hasta el cuello. Su falda lápiz negra le daba un aire de secretaria profesional, mientras su cabello rubio caía liso por su espalda. Caminó por la recepción del edificio Moretti, un rascacielos negro que parecía cortar el cielo como una espada maldita. Entregó su cédula falsa en la entrada y mostró la tarjeta dorada que Dante le había lanzado el sábado por la noche. —Pase al piso 47 —dijo la recepcionista, mirándola con recelo. Margaret tomó el ascensor de cristal, sintiendo el vértigo golpear su estómago cuando ascendía velozmente por los pisos. Cerró los ojos un momento. No era momento para temblar. Cuando llegó al 47, la recibió una mujer beta de cabello negro recogido en un moño tirante. Sus ojos eran marrones, pero fríos como cuchillas. —Nombre —ordenó sin saludar. —Margaret Romano Castañeda —respondió ella con voz suave, pero firme. La mujer tecleó algo en su computadora y su ceño se frunció un instante al ver el archivo recién creado. —Sígueme —dijo con un tono cargado de desdén. Margaret la siguió por un pasillo de piso blanco y paredes de vidrio esmerilado. Pasaron por varias oficinas donde hombres y mujeres trabajaban en silencio absoluto, sin levantar la vista de sus pantallas. Llegaron a una pequeña sala con un cartel que decía Recursos Humanos. La beta la hizo entrar y le indicó un asiento frente a un escritorio donde una mujer omega, con un traje gris y gafas de lectura, hojeaba papeles sin mirarla. —Margaret, ¿cierto? —preguntó sin levantar la vista. —Sí, señora. La mujer omega suspiró y la miró finalmente. Sus ojos eran grises, gastados y tristes. —Escucha bien, niña. Aquí firmarás cláusulas de confidencialidad. No podrás hablar con nadie sobre lo que veas o escuches en esta empresa, y mucho menos sobre el señor Moretti. Si rompes este contrato, morirás. Literalmente. Margaret no reaccionó. Su rostro siguió sereno mientras la omega empujaba hacia ella un fajo de documentos. Tomó la pluma y comenzó a firmar cada página sin leerlas. Sabía que nada de eso importaba. Al final, moriría de todas formas, o mataría antes de ser asesinada. La omega la observó firmar en silencio. —La última asistente solo duró una semana —comentó con voz neutra, casi con lástima—. Haz todo lo que te pida. Todo. No lo mires a los ojos a menos que te lo ordene. No le lleves la contraria y nunca, nunca interrumpas sus silencios. ¿Entendido? —Entendido —respondió Margaret, entregándole los documentos firmados. La mujer omega los tomó y pulsó un botón en su intercomunicador. —Ya está lista, señor. —Se escuchó un leve zumbido de confirmación al otro lado. —Sígueme, Margaret —dijo la beta de antes, que había esperado en la puerta. Margaret se levantó y la siguió por otro pasillo, hasta llegar a unas grandes puertas de madera oscura con placas doradas que decían: CEO DANTE MORETTI. La beta tocó suavemente. —Pase. La voz grave de Dante atravesó la puerta. La beta giró la perilla y abrió, haciéndola entrar antes de cerrar detrás de ella. Margaret tragó saliva cuando lo vio. Dante estaba sentado detrás de un escritorio enorme de mármol negro. Vestía un traje gris grafito, sin corbata, con los dos primeros botones de su camisa blanca abiertos, dejando ver parte de su pecho bronceado. Sus ojos azules la miraron como si pudiera ver cada rincón de su alma. Una sonrisa arrogante y cruel curvó sus labios cuando la recorrió de pies a cabeza. —Margaret… —dijo, saboreando su nombre como si fuera vino añejo—. Me alegra que hayas venido. Siéntate.