Damián Feldman
Escuché el cerrojo de la puerta y desperté de golpe.
Me había quedado dormido recostado contra la pared; al mirar al frente, la realidad volvió con amargura, la esposa de mi padre seguía ahí, dormida plácidamente, envuelta en mi chaqueta. Su figura menuda apenas se notaba bajo la tela.
—¡Oye! Trepadora —le grité desde mi sitio.
Ella se movió ligeramente, hizo un gesto de dolor al intentar girar el cuello.
—¿Qué pasa? —preguntó aún medio dormida.
—¡Ya amaneció! La puerta está abierta. Me voy.
—¿Y a mí qué? —replicó con descaro, encogiéndose aún más mientras se aferraba a la chaqueta.
—Que necesito la otra parte de mi traje —bufé con fastidio.
Al notar que aún la tenía puesta, se sobresaltó y se la quitó de golpe.
—Lo siento... yo...
Me acerqué a ella y le arranqué la chaqueta de un tirón. Me miró como si fuera una criatura indefensa, con los ojos brillantes y los brazos rodeando su cuerpo una vez más. La esposa de mi padre, sin duda, era experta en el arte del engaño.
Sa