Damián dejó el teléfono sobre el escritorio con un golpe seco. La llamada de los investigadores había sido la misma de siempre: ninguna pista de Amelie. Su paciencia comenzaba a agotarse, y con ella, la calma que a duras penas sostenía en medio del derrumbe de su mundo. Respiró hondo, recogió la chaqueta del respaldo de la silla y se dirigió hacia la sala de juntas.
Las cosas en Feldman, por ahora, estaban en calma; había logrado, gracias a inversiones de emergencia, frenar el naufragio de la compañía. Pero ese día no se hablaba de negocios, sino de algo más grande: el testamento de Bartolomeo. Y todos lo esperaban.
La sala estaba llena. El ambiente era denso, casi irrespirable. El abogado del difunto, un hombre de mediana edad y gafas gruesas abrió el sobre lacrado frente a todos. A su lado, Lorenzo bebía de su copa con un aire de suficiencia, seguro de lo que estaba a punto de escuchar, pues el testamento dejaba a un heredero que ya no existía, los hijos de Amelie estaban muertos.