EL SEÑOR FELDMAN

Leí el mensaje una vez más… y otra más. Dos meses. Dos largos y humillantes meses desde que Armando me echó a la calle. ¿Y ahora quería verme?

Escribí un mensaje impulsivo, desesperado, reclamando respuestas. Pero justo cuando iba a enviarlo, el auto frenó de golpe. Habíamos llegado.

Aparcamos frente a una mansión impresionante, de arquitectura moderna, con cristales polarizados y muros en tonos plata.

—Hemos llegado, señorita —anunció Eder con formalidad.

Miré la pantalla de mi celular. Luego, sin enviar el mensaje, lo guardé en el bolsillo, debía enfrentar mi otra realidad.

Eder rodeó el auto y abrió mi puerta con una cortesía que me pareció casi irónica. Descendí y quedé deslumbrada. El lugar era simplemente majestuoso. Caminé tras él, sintiéndome diminuta en medio de tanta opulencia.

Imaginaba al tal señor Feldman como un anciano octogenario, posiblemente con varios divorcios encima y una fortuna demasiado grande como para gastarla solo. Un hombre que buscaba compañía por conveniencia más que por afecto.

No podía negar que me sentía nerviosa, mi corazón latía acelerado en mi pecho, y por un momento pensé, que iba a darme un infarto.

La puerta principal se abrió y, para mi sorpresa, una comitiva de empleados esperaba al otro lado. Mujeres elegantes, todas vestidas con el mismo uniforme gris perlado, y un par de hombres que claramente eran guardaespaldas. La bienvenida fue tan organizada que parecía una ceremonia.

—Bienvenida, señorita Manson. Pase por aquí, el señor Feldman la está esperando —dijo una mujer de mediana edad con voz amable.

Rodé los ojos, conteniendo un suspiro, y la seguí a regañadientes. Mi teléfono vibraba con insistencia en la palma de mi mano. Lo miré de reojo: Armando. Otra llamada. Un escalofrío recorrió mi espalda.

La mujer abrió la puerta de un despacho enorme. Un aroma a perfume amaderado me envolvió de inmediato, profundo, varonil. Cerré los ojos un instante, preparándome para lo inevitable.

La silla presidencial frente al escritorio giró lentamente hacia mí.

Y entonces lo vi.

—Señorita Amelie Manson.

La voz grave y firme me obligó a abrir los ojos de golpe. Miré a mi alrededor, aturdida, y luego volví la vista al frente. No podía creer lo que veía.

Él estaba ahí. Imponente. Alto, de cuerpo esculpido, cabello oscuro como la noche y una mirada que atravesaba. No tenía nada que ver con el anciano que había imaginado.

—Se-señor Feldman… —balbuceé.

—Sí. Soy Damián Feldman Jr. ¿Cómo estás?

Por un segundo, todo dentro de mí se sacudió. Viéndolo desde esa perspectiva, casarme con Damián no parecía una idea tan descabellada. Era el tipo de hombre que cualquier mujer —con la cabeza en su sitio o no— desearía. Y entonces, mi interior cambió. El temor se transformó en confusión...

—Señor Feldman —dije, recuperando la compostura—, quisiera decirle que estoy bien, pero no lo estoy. He leído los acuerdos que usted firmó con mi padre y vengo a decirle que estoy dispuesta a pagar la deuda de mi familia… pero no casándome con usted.

Damián dio dos pasos hacia mí, su expresión se volvió aún más seria, más fría.

—Creo que está equivocada, señorita Manson. Yo no firmé esos acuerdos. —Su mirada se clavó en la mía desarmándome de inmediato.  —Es mi padre quien quiere casarse con usted.

De una oficina contigua emergió un hombre mayor, de expresión sombría, pasos pesados y un bastón en mano. Su sola presencia heló el ambiente.

—¿Qué…? —susurré, retrocediendo un poco al verlo.

—Señorita Manson —dijo con voz grave mientras se acercaba, sus ojos penetrantes y hambrientos me escudriñaban como si ya me poseyera.

No. No podía ser real. Aquello tenía que ser una broma cruel. No había forma de que alguien pretendiera forzarme a casarme con ese hombre. Con ese anciano.

—Hijo, ¿podrías dejarnos solos? —ordenó sin apartar la vista de mí.

Damián se encogió de hombros, sin oponerse. Al pasar por mi lado, sentí un escalofrío recorrerme de pies a cabeza.

—Señor Feldman —intenté, buscando firmeza en mi voz—, le comentaba a su hijo que… que… yo… —las palabras se atoraron en mi garganta—. Que no quiero casarme con usted. Mi padre firmó esos documentos sin mi consentimiento.

El hombre esbozó una sonrisa apenas perceptible, sin rastro de calidez.

—Si no quieres casarte conmigo, no tienes que hacerlo. La puerta está abierta, Amelie. —Su tono era tranquilo, casi cortés, pero cada palabra era una amenaza—. Solo recuerda que hay cláusulas… y su incumplimiento tiene consecuencias.

Mis manos comenzaron a temblar. Apreté los labios, lo miré fijamente… y sentí náuseas. Tenía al menos cuarenta años más que yo. Se parecía tanto a mi padre, que la sola idea me provocaba un nudo en el estómago.

—Señor, lamento profundamente lo que mi padre acordó con usted, pero no puedo hacerlo. No puedo casarme, estoy recién divorciada.

—Lo sé —respondió, con una sonrisa amarga—. Eres la exesposa de Armando González.

—¿Cómo sabe quién es mi esposo? —pregunté, dando un paso atrás, alarmada.

La expresión del señor Feldman se oscureció aún más. Sin responder de inmediato, caminó lentamente hacia su asiento, disfrutando de mi confusión.

—¿Quién no va a saber quién es el hijo de puta que le está haciendo daño a mi hija? —escupió el señor Feldman con voz ronca, cargada de odio.

Mis ojos se abrieron con asombro. Entonces todo empezó a encajar como piezas en un rompecabezas. Rosalía… la amante de mi exmarido… era la hija de mi futuro esposo.

—¿Y yo qué tengo que ver con todo esto? —pregunté, confundida.

Feldman me miró como un ave rapaz.

—Contigo me vengaré de ese imbécil… y lograré que Rosalía regrese a casa.

Me quedé paralizada. Entonces, esto no tenía nada que ver con amor, ni convenios, ni matrimonio. Solo venganza. Yo era una ficha más en su tablero, un medio para castigar al hombre que se había llevado a su hija.

Lo único que ese hombre quería era usarme para vengarse de Armando, como si yo tuviera poder alguno contra él. Armando sabía cómo manipular, cómo seducir, cómo vaciarte por dentro hasta no dejarte nada… como lo hizo conmigo. Me enamoró, me utilizó y luego me arrojó a la calle quitándome absolutamente todo.

Y sin embargo, por más absurdo que sonara… todavía yo lo quería. Todavía dolía.

Pero la idea de vengarme… esa idea era demasiado tentadora.

Esa noche, la misma mujer que me había recibido me condujo hasta una habitación en el segundo piso de la mansión. Abrí la puerta, encendí la luz y me encontré con una habitación perfectamente decorada. Elegante, acogedora, como si hubiera sido preparada con anticipación.

Dejé mi bolso sobre la cama, observando cada detalle. Me desconcertaba todo.

Me acerqué al armario con pasos lentos, y al abrirlo, me encontré con un despliegue de ropa que me dejó sin aliento. Había de todo, conjuntos deportivos, vestidos elegantes, ropa casual perfectamente doblada, una colección de zapatos de diseñador, y un pequeño santuario de joyas exuberantes que brillaban bajo la luz cálida del vestidor. Deslicé los dedos por cada estante.

Negué con la cabeza, incrédula.

—Todo esto es para usted, señorita —la voz de la mujer me sacó del trance.

Me giré sobresaltada.

—¿Quién hizo todo esto? —pregunté con ansiedad.

—El señor Feldman —respondió con naturalidad—. Por cierto, soy Amanda, ama de llaves de confianza de la familia. Pero a partir de ahora, estaré a su servicio. Cualquier cosa que necesite, no dude en pedírmela.

Cerré los ojos, tragando en seco. Todo era demasiado.

—Gracias, Amanda. ¿Podrías dejarme sola un momento?

Ella asintió con una sonrisa discreta, salió de la habitación y cerró la puerta con suavidad.

Me senté sobre la cama abullonada, y saqué el celular de mi bolsillo. La pantalla encendida mostraba más mensajes de Armando.

«¿Estás bien?»

«¿Dónde estás?»

«Voy a ir por ti»

Mis manos temblaron.

Y entonces lloré. Lloré hasta que la almohada se empapó, hasta que el dolor en el pecho me agotó, hasta que el cuerpo ya no resistió y me dormí.

No entendía nada. Después de todo el daño, después de abandonarme, de destruirme, ¿por qué Armando quería verme? ¿Por qué ahora?

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