Le perteneces

Leander —POV

Me recosté en el asiento de cuero, los dedos golpeando mi rodilla, la mandíbula tensa como el infierno.

No podía sacarla de mi maldita cabeza.

Esa pequeña cosa. Esa chica temblando de rodillas, con lágrimas por todas partes y ese corazón desbocado que podía oír desde el otro lado de la habitación. Debería haber apretado el maldito gatillo. Lo iba a hacer. Mi dedo estaba ahí. Quería verla quedarse quieta como el resto.

Pero no lo hice.

El arma se me resbaló de los dedos, como si mi mano se hubiera olvidado de quién soy.

Y eso... me enfureció.

Cassian me esperaba en el salón trasero cuando regresé. Apoyado contra la barra como si fuera suya, con esa sonrisa arrogante. El bastardo ya tenía una copa en la mano.

—Llegas tarde —dijo con una mueca—. Déjame adivinar. ¿Otra vez con los huevos azules?

Le arranqué la copa y me la bebí de un trago. Quemó bien.

—Cállate —le solté.

Él ladeó la cabeza, despacio.

—Ooooh —alargó la palabra como un imbécil—. Así que sí hay una chica.

Apreté los dientes.

—No es eso.

—¿Ah, no? —Cassian se enderezó y se acercó. Su cabello oscuro caía sobre la frente y sus ojos destellaron con ese dorado lobuno—. Entonces, ¿qué es, primo? Tienes cara de que quieres matar algo... o follártelo.

Eso.

Eso exactamente.

Gruñí bajo y pasé junto a él, pero me agarró del hombro.

Y entonces se lo conté todo. Cómo la mafia había ejecutado a uno de los Morett y cómo la atrapamos. Cómo no pude matarla, aun sabiendo que era una amenaza.

Nadie sabía que yo era el jefe de la mafia más temida del país: el líder de Blackfang.

—Leander —Cassian dejó de sonreír—. No me jodas. Eso no pasó.

Oh, sí pasó, primo.

Me quedé mirando la pared por un segundo largo.

Y lo dije.

—La tuve de rodillas. Justo ahí. Vio demasiado. No debía hacerlo. Pero entonces…

Tragué saliva. Cerré los puños.

—La deseé.

Cassian parpadeó. Luego soltó una carcajada.

—¿Tú qué? —se dobló de risa—. Oh, joder. Oh, maldita sea. ¿Me estás diciendo…?

—¡Cállate! —rugí, estampando la mano contra la pared. Todo el estante tembló.

Pero él solo sonrió, el maldito idiota.

—Dios. Por fin. Has estado caminando como si tus pelotas fueran de hielo durante años. Tal vez esto te haga bien.

Lo agarré por el cuello.

—La deseé demasiado. No fue solo… deseo. Fue como si…

Odiaba decirlo.

—Como si ya me perteneciera. Y eso me volvió loco.

La sonrisa de Cassian se borró.

Se echó hacia atrás y silbó bajo.

—Oh, no —dijo suave—. No digas eso, primo. Ni lo pienses.

Lo fulminé con la mirada.

Cassian negó con la cabeza, murmurando:

—Mierda. Crees que es tu alma gemela, ¿verdad?

No dije nada.

Y eso fue suficiente respuesta.

Cassian soltó una maldición, pasándose las manos por el cabello.

—Tenemos que asegurarnos —dijo al fin—. Llama a ella. Ya sabes a cuál.

La odiaba. Pero la llamé igual.

El antro de la bruja apestaba a salvia y podredumbre.

Me esperaba, sonriendo con esa mueca enferma, las uñas largas tamborileando sobre la mesa.

—Por fin vienes arrastrándote, alfa —dijo.

No me senté. Solo gruñí.

—Dime lo que sabes. Ahora.

Sus ojos brillaron de un verde tenue.

—Ya la conociste, ¿verdad? La chica. La sangre de la que te hablé. La última esperanza de tu manada.

Cassian se tensó a mi lado.

La bruja se levantó, acercándose con paso lento.

—Ya lo sentiste, ¿no? Ese fuego bajo la piel. Ese hambre en las entrañas. La odias. Quieres matarla. Pero no puedes. Porque es tuya. Y tú—

La agarré del cuello y la estampé contra la pared.

Su sonrisa solo se ensanchó.

—Repítelo —gruñí.

Apenas pudo respirar, pero susurró:

—Ella es la única que puede llevar tu linaje, alfa. Lo sabes. No puedes luchar contra eso.

La solté y salí del lugar, hecho una furia.

Cassian me siguió.

—Bueno, ya está claro —murmuró, mirándome de lado—. Felicidades. Estás vinculado a una humana. Qué jodida suerte.

Casi le pego.

No habíamos avanzado ni tres calles cuando sonó mi teléfono.

—Jefe —dijo la voz de uno de mis hombres—, la chica está en problemas. La madrastra intenta matarla.

No lo pensé.

Solo giré el volante.

La puerta de aquella casa de m****a se partió en dos cuando la pateé.

Y ahí estaba ella.

En el suelo. El labio sangrando. El brazo abierto, esa perra con un cuchillo alzado sobre ella.

Ni siquiera vi rojo.

Yo era el rojo.

Crucé la habitación en un segundo. Agarré a la mujer del cabello y la jalé tan fuerte que gritó.

—Tócala otra vez —le susurré al oído— y te juro por todos los dioses que te abriré en canal y te colgaré detrás como la cerda que eres.

Se quedó inmóvil.

La lancé contra la pared. Cayó hecha un ovillo.

Lila temblaba cuando corrió a otra habitación. La seguí con la mirada. Estaba cubriendo a un niño pequeño—su hermano, supuse—. Sus ojos se alzaron hacia mí, aterrados.

—No—por favor… —suplicó con la voz quebrada—. No le hagas nada a mi hermano…

La ignoré.

—Llévense al chico —ordené.

Mis hombres se movieron rápido. Levantaron al niño enfermo y lo sacaron.

Lila se levantó y se plantó frente a mí.

—¡No te atrevas! —gritó—. ¡No te atrevas a llevártelo!

Me detuve.

Y la miré.

Incluso ensangrentada, incluso llorando, estaba ahí parada entre su hermano y yo como si realmente pudiera detenerme.

Por alguna razón… casi me hizo sonreír.

—¿Quieres ver adónde lo llevo? —pregunté despacio.

Se quedó helada.

Le hice un gesto hacia la puerta.

—Ven. Mira. Te vas a callar rápido.

Me siguió, temblando todo el camino.

Cuando vio el letrero del hospital… se quedó sin aliento.

Vio cómo lo llevaban adentro, cómo los doctores corrían a atenderlo.

Se giró hacia mí despacio, con el labio temblando.

—Gracias —susurró.

Incliné la cabeza.

Lo repitió, más fuerte.

—Gracias. Por… ayudarlo.

Por un segundo la dejé pensar que había ganado.

Me acerqué. Ella retrocedió hasta chocar contra la pared.

Mi mano se estampó al lado de su cabeza y me incliné.

—¿Crees que lo hice gratis? —murmuré.

Su respiración se cortó.

Mi otra mano le sujetó la barbilla, obligándola a mirarme.

—No —dije, con voz baja, sucia—. Ahora me perteneces. ¿Me oyes? Cada centímetro. Esa boca insolente. Ese cuerpecito. Ese dulce olor que intentas esconder. Todo. Me. Pertenece.

Sus ojos se abrieron de par en par.

Sonreí, tan cerca que podía sentir su aliento tembloroso contra mis labios.

—Acabas de convertirte en mía para siempre, pequeña loba —susurré.

Y la solté.

Por ahora.

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