Punto de vista de Lila
Me quedé en el suelo lo que parecieron horas después de que se fuera, espalda contra la puerta, rodillas pegadas al pecho, intentando respirar entre lágrimas que no paraban. La habitación estaba en penumbra, cortinas a medio correr, proyectando sombras largas sobre la alfombra que bailaban como fantasmas en la luz del atardecer. Todavía me escocía la mejilla donde me había agarrado, pero no era nada comparado con el dolor del pecho, con cómo sus palabras me habían cortado como un cuchillo caliente en mantequilla.
«Tu lugar es el que yo diga. Nada más».
Lo odiaba.
Dios, lo odiaba tanto que quemaba.
Pero el odio ahora estaba enredado con otra cosa, algo más oscuro, algo que me hacía sonrojar y apretar los muslos aunque sollozara. La forma en que me había mirado en aquella habitación, como si hubiera profanado suelo sagrado, como si hubiera mancillado algo santo. Y luego cómo me había acorralado, su cuerpo tan cerca que sentía el calor que desprendía, su voz