Punto de vista de Lila
La cuarta noche fue la más larga.
No había dormido bien en días. Estaba adormilada en el sofá, envuelta en uno de sus jerséis que aún conservaba un leve rastro de cedro y humo, cuando la puerta principal se cerró de un portazo tan fuerte que la araña tembló.
Estaba de pie antes de darme cuenta de que me había movido.
El pasillo estaba a oscuras, solo las luces bajas de los apliques brillando doradas sobre el mármol. Y allí estaba él.
Leander.
Derrumbado en el suelo como una estatua rota.
El traje hecho jirones, sangre empapando la camisa blanca en manchas oscuras que se extendían. Una manga colgaba en tiras. La cara era un desastre: labio partido, mejilla hinchada de morado, un corte sobre la ceja que le derramaba sangre por la sien. Estaba de rodillas, una mano apoyada en el suelo, la otra apretándose el costado como si se estuviera sujetando los órganos dentro.
Me quedé helada en el umbral, el aire atascado entre los pulmones y la garganta.
—¿Leander?
Alzó la