Punto de vista de Lila
Cerré de un portazo la puerta de la pequeña habitación de servicio con tanta fuerza que el marco tembló.
Me temblaban las manos. Me temblaba todo el cuerpo.
Aquel contrato seguía quemándome detrás de los ojos, cada cláusula sucia impresa en el interior de mi cráneo como una marca a fuego.
«Ven a mi habitación a las diez.»
Apoyé la espalda contra la puerta y me dejé caer hasta quedar sentada en el suelo frío, con las rodillas contra el pecho.
Las diez en punto.
Apenas eran las siete y media. Dos horas y media fingiendo que todavía era dueña de mí misma.
Unos golpecitos suaves.
—¿Señorita Lila? —la voz de Gracia, suave y quebradiza—. ¿Puedo pasar?
Me limpié la cara rápido.
—Sí.
La anciana entró deslizándose, el moño gris impecable, el delantal sin una mancha, los ojos bondadosos de esa forma que me daban más ganas de llorar.
Me miró una sola vez y suspiró.
—Esta vez te asustó de verdad, ¿verdad?
Reí, pero salió roto.
—Podría decirse.
Gracia se sentó en el borde de