Madre Superiora Miranda
A veces pienso que la paciencia es como un rosario de mil cuentas: se requiere tiempo, fe y voluntad para terminarlo completo sin perderse. Y justamente hoy, al subir al autobús con las hermanas Teresa y Guadalupe y el padre Sebastián, sentí que mi rosario interior estaba a punto de romperse. Todo por culpa de mi hermano, Pablo Salvatierra.
—¡Ese hombre…! —bufé, acomodándome el hábito mientras nos sentábamos—. Si tan solo pudiera darle un buen coscorrón como cuando éramos niños.
—¿Hablaba de su hermano, madre? —preguntó Teresa, con esa voz chillona que siempre me hacía sonreír, aunque me negara.
—Claro que sí, hija —respondí, mirando por la ventana mientras la camioneta arrancaba y dejaba atrás el convento—. Es tan autoritario con Sofía… tan duro, tan cerrado… cree que puede manejarla como a sus empresas.
—Dicen que los hombres así se mueren solos, madre —intervino Guadalupe, removiendo su rosario con tranquilidad.
—No lo dudo, hermana. Pero antes de morirse, d