Sofia
Me dejé caer sobre la silla más cercana con un suspiro tan largo que parecía que se me escapaba el alma por la boca.
Cerré los ojos, presionándolos con fuerza mientras un leve dolor de cabeza se asentaba en mis sienes. La habitación olía a madera y libros viejos, como siempre, pero esta vez todo me daba vueltas.
Fernando…
No podía sacármelo de la cabeza. No como sacerdote, no como hombre de fe, no como guía espiritual… sino como hombre. Como el hombre que se le fue encima a Leonardo sin pensar en las consecuencias, como un lobo protegiendo a su manada.
Recordaba sus ojos color miel encendidos en furia, su quijada apretada, sus manos temblando de rabia mientras sujetaba a ese imbécil de Leonardo. Y lo peor, o lo mejor, era que lejos de asustarme… eso me había encendido algo en el pecho y más abajo, en un lugar que prefería ignorar.
—¡Ay, Dios mío…! —murmuré cubriéndome el rostro con ambas manos—. ¿Cómo puedo estar pensando esto de un padre…? Es un sacerdote, Sofía. ¡Un sacerd