Fernando
Estaba sentado en la sala de espera junto con Eva y la madre superiora. Ella nos había traído té y galletas de mantequilla, intentando hacernos sentir cómodos en esa enorme mansión que olía a madera antigua y perfume caro.
Eva no paraba de hablar, gesticulando con emoción sobre las cosas que haría en la ciudad mientras la madre superiora la escuchaba con paciencia.
Yo, en cambio, no lograba concentrarme en nada. Mi pierna se movía sin parar y mis ojos se posaban una y otra vez en la puerta cerrada de la biblioteca. ¿Qué tanto podrían estar hablando allá adentro?
Tomé la taza de té con ambas manos, intentando calmar mi respiración, pero de pronto escuché un grito ahogado proveniente de la biblioteca. Se me heló la sangre. Fue un grito femenino. Sofía.
Me levanté de golpe, haciendo que la taza de té cayera al suelo y se rompiera en mil pedazos. Eva se sobresaltó y me miró con los ojos muy abiertos.
—¿A dónde vas, Fernando? —preguntó alarmada—. Siéntate, seguro no es nada.
Neg