Fernando
Desde anoche no he podido borrar esa sensación de calor, suavidad y temblor que me dejó su beso. Es como si me hubiera tatuado la boca, el corazón, los huesos… todo.
Desperté antes de que saliera el sol, con la misma angustia en el pecho que me había acompañado durante toda la noche. No pude dormir más. Me quedé sentado en mi cama, con la cabeza hundida entre mis manos, respirando agitado como si hubiera corrido kilómetros.
–Dios… ¿qué he hecho? –susurré.
Pero apenas esas palabras salieron de mis labios, sentí algo tan extraño, casi un cosquilleo de alegría. Porque aunque sé que no debía disfrutarlo, aunque sé que estuvo mal, en el fondo de mi pecho algo estallaba como fuegos artificiales cada vez que recordaba la forma en que ella se me acercó, temblando, susurrando esas palabras con voz rota… “Castígame, padre, porque he pecado.”
Y luego ese beso. Un beso desesperado, cargado de dolor, de ganas, de vida.
Sonreí como un tonto, solo. Y al instante siguiente me di una palmad