CAPÍTULO 82. Rastreo a contrarreloj.
Alejandro conduce con la mandíbula apretada y los dedos tensos sobre el volante, como si la fuerza que ejerce pudiera contener el torbellino que lo sacude por dentro. El rugido del motor es el único sonido que lo acompaña, pero ni siquiera eso logra ahogar el eco de la voz del doctor Mancini en su cabeza: “Su madre… se ha escapado.”
La frase se repite, lacerante, como una campana maldita que lo obliga a enfrentar una realidad que creía controlada. Luciana, libre. Luciana en las calles. El solo pensarlo le provoca un escalofrío que le recorre la espalda, tan helado que lo obliga a mover los hombros como si pudiera quitárselo de encima.
De pronto, el rostro de Valentina irrumpe en su memoria. La manera en que lo miró antes de quedarse dormida, la calidez de su piel contra la suya, el susurro de su voz llamándolo en la penumbra. Ese recuerdo lo golpea con fuerza, recordándole que hace apenas unas horas lo tenía todo, aunque fuera por un instante: paz, deseo, ilusión. Ahora todo se ha teñ