Amadeus se mantuvo firme frente a la segunda heredera de los Gray, sus ojos dorados oscurecidos por la frustración contenida. Su respiración era pesada, y su aura de poder, innegable. Pero la figura que se interponía entre él y sus impulsos no era cualquiera.
Rebeca por su parte. Vestía un abrigo ceñido de cuero negro que resaltaba su elegancia predadora. Su mirada era profunda, seductora y decididamente peligrosa.
—¿La verdad? —repitió él, con la mandíbula tensa. —¿De qué estás hablando, Rebeca?
Ella se acercó con paso felino, lenta, controlada… provocadora. Deslizó sus uñas —afiladas como promesas rotas— por la mandíbula de Amadeus, dejando un rastro invisible sobre su piel.
—La verdad —susurró— de por qué volví… de por qué, después de todo, aún estoy aquí.
Amadeus retrocedió apenas un paso, incómodo por la cercanía, pero no lo suficiente como para parecer débil. —No tengo tiempo para tus juegos. —gruñó.
Rebeca sonrió como si él acabara de confirmar algo que llevaba años esperando.