—Es la mejor decisión que has tomado en años, querido —repitió Rebeca con esa sonrisa envenenada, deslizándose por la cama como una serpiente satisfecha de haber devorado a su presa.
Amadeus la observó en silencio, su pecho aun subiendo y bajando por la intensidad del encuentro. La niebla del deseo comenzaba a disiparse, y una punzada de realidad se le coló entre las costillas. Pero ya era tarde. Rebeca lo tenía, y lo sabía.
Ella se incorporó lentamente, estirándose como una pantera y caminó hasta recoger su abrigo de cuero negro que descansaba sobre el sillón.
—Ahora que estamos de acuerdo en que Elena dejará de ser tu esposa… —dijo, colocándose el abrigo sin prisa—, hay algo más que debemos hablar. Algo... importante.
Amadeus se sentó en el borde de la cama, sin apartar los ojos de ella. —¿Qué más quieres, Rebeca?
Ella se volvió hacia él con una expresión más seria, casi maternal, pero su mirada seguía oculta bajo una capa de manipulación cuidadosamente calculada. —Quiero que traiga