El corazón me latía con fuerza, no por emoción, sino por rabia. Por frustración. Por todas esas emociones que había intentado enterrar con su ataúd vacío.
Allí estaba. Damon. Vivo. Impecable. Frío como el mármol.
Mi esposo resucitado.
Hace un minuto atrás pensé que me desmayaría, pero ya estoy más repuesta de la impresión. Así que me permito continuar con más firmeza.
—¿Por qué? —mi voz es firme, pero dentro de mí, estoy temblando. Lo odio. Lo amo. Lo quiero matar. Lo quiero besar—. ¿Por qué fingiste tu muerte? ¿Por qué me hiciste creer que estabas muerto, Damon?
Él levanta la vista, pero no hay emoción en sus ojos. Solo esa frialdad que ahora parece ser parte de su piel. Se toma su tiempo antes de contestar.
—No fingí nada. —Su voz, más profunda, más ronca. ¿Siempre fue así? ¿O lo olvidé con el dolor?
Se desabotonó lentamente la camisa, como si no le importara estar desnudando su herida frente a mí. Como si el hecho de que casi murió fuera algo que yo debía entender… aceptar… callar