Dos días.
Solo eso me dio.
Dos míseros días para decidir si volvía a entregarle mi corazón… o si lo dejaba ir para siempre.
Dormía poco, comía a la fuerza, y me sorprendía llorando sin motivo. O al menos eso quería creer. En el fondo, lo sabía: lloraba porque mi corazón ya había tomado una decisión, pero el miedo a perderlo otra vez me hacía dudar, tambalearme, enloquecer. Lo amaba. Con una intensidad cruel. Y ese amor, aunque me había destrozado, seguía latiendo en mi pecho como un grito desesperado.
Porque, ¿cómo se elige algo así cuando el corazón ya decidió mucho antes que la mente? ¿Cómo pretender siquiera tener una elección real cuando él vive dentro de mí, cuando lo siento en cada rincón de esta casa, en cada respiración, en cada parte de mi cuerpo que todavía lo anhela? Cuando nuestro hijo crece dentro de mí, recordándome cada segundo que nunca podré alejarme del todo.
Caminé por la mansión como un alma en pena. Cada rincón me hablaba de él. De lo que fuimos. De lo que podríam