No sé en qué momento me venció el cansancio. El agua de la bañera estaba tibia, mis dedos arrugados y mis pensamientos dando vueltas como un huracán descontrolado. Cerré los ojos un instante, solo uno… y me perdí.
Un ruido seco, como una puerta golpeando contra la pared, me arrancó del sueño. Abrí los ojos de golpe, aún aturdida, y al principio no supe si era parte de una pesadilla… o si la pesadilla era real.
Él estaba ahí.
Damon.
De pie frente a mí, con la mandíbula apretada y la mirada ardiendo como fuego. Mi corazón se disparó. Lo primero que hice fue cubrir mi cuerpo desnudo con las manos, instintivamente, aunque en el fondo sabía que él había visto cada rincón de mí antes. Pero eso no le daba derecho a irrumpir así.
—¡Qué demonios haces aquí! —espeté con la voz temblorosa, entre sorpresa y rabia.
—No te cubras, Anel —dijo con una frialdad que me caló los huesos—. No me digas que ahora te da pudor, como si ese hijo que llevas hubiera sido plantado por obra del Espíritu Santo.
Me