Salí de ese maldito ático sintiéndome como si el suelo ya no existiera bajo mis pies.
Cada paso me dolía. No físicamente, no… algo peor. Como si llevara una daga clavada en el pecho, oxidada y sucia, una que no mataba pero me arrancaba el alma pedazo a pedazo.
Ahora lo entendía todo. Cada mirada de Damon. Cada gesto. Cada mentira.
Mi padre había matado a su prometida… y Damon me había elegido a mí para cobrarse esa deuda con sangre, amor y destrucción.
Yo fui su castigo.
Mi respiración se volvía densa mientras bajaba las escaleras. Todo me parecía una prisión. Las paredes blancas, los cuadros, incluso el aroma a café que aún flotaba en el aire como si la casa no supiera que todo había terminado.
Qué ironía. Esta mañana desayunamos juntos. Me tomó de la cintura mientras cocinaba y luego me amó bajo el agua como si nunca hubiera querido otra piel más que la mía.
Como si lo nuestro fuera real.
Mentiras.
Dulces, adictivas, mortales mentiras.
—Ya no puedo quedarme aquí —susurré con voz ron