No sé cuánto tiempo hemos estado bailando, pero la música ha cambiado al menos dos veces y mis pies empiezan a doler. Sería vergonzoso admitirlo, pero es la verdad: me perdí en la calidez de sus brazos, en la intensidad de su mirada, y el tiempo dejó de existir por un rato.
Cuando finalmente nos separamos y volvemos a la mesa, descubro que los invitados inoportunos ya se han marchado. Respiro aliviada. Me libré —por ahora— de las preguntas incómodas, aunque sé que no podré esquivarlas para siempre. Tarde o temprano, alguien más volverá a hacerlas, así que será mejor que Damon y yo nos pongamos de acuerdo en una historia coherente para evitar errores.
—¿Quieres algo de beber? —pregunta Damon, notando mi expresión agotada.
—Sí, por favor. Algo frío y con poco alcohol —respondo.
Asiente y se aleja, perdiéndose entre la multitud.
Mientras espero, observo a las parejas que siguen bailando con elegancia y sin prisas. Parecen ajenos al mundo real, como si aquí no existieran preocupacion