Cuando llegamos a casa, ambos subimos las escaleras en silencio, cada uno dirigiéndose a su habitación. Sentía el cuerpo pesado, como si cada paso me costara el doble. No sabía si era el cansancio físico o el agotamiento mental lo que me estaba pasando factura, pero apenas alcancé el último escalón, un mareo me golpeó de lleno.
Mis piernas flaquearon y me aferré a la baranda, llevando una mano a mi frente.
—¿Estás bien? —preguntó Damon, su voz cargada de sospecha más que de preocupación.
—Sí —respondí con sequedad, obligándome a seguir adelante.
—Te ves pálida.
Lo ignoré y traté de alejarme, pero el mundo a mi alrededor comenzó a inclinarse peligrosamente. Sentí que el suelo se desvanecía bajo mis pies. El impacto contra el suelo nunca llegó; en su lugar, unos brazos fuertes me sostuvieron con facilidad.
—¿Qué haces? —susurré débilmente, apenas consciente de la calidez que me envolvía—. Suéltame.
—No tienes fuerzas para caminar, déjame ayudarte.
—No quiero tu ayuda… te odio —murmuré c