Lucía despertó con un sobresalto. Por un instante, no supo dónde estaba. La habitación era amplia, con cortinas de lino que dejaban pasar la luz del amanecer. El aroma a café recién hecho llegaba desde el pasillo. Entonces lo recordó: seguía en la mansión Crawford.
La noche anterior había sido una montaña rusa de emociones. Entre las discusiones, los silencios y aquella confesión a medias de Alexander, apenas había conciliado el sueño.
Se incorporó lentamente, y sus ojos se posaron en la silla donde él había dejado su saco. Un gesto tan simple, tan humano, que contrastaba con la imagen perfecta del empresario frío e inaccesible que mostraba al mundo.
Bajó las escaleras con cautela. Encontró a Alexander en la cocina, sin su habitual traje, con las mangas de la camisa arremangadas y una taza de café en la mano. Al verla, arqueó una ceja.
—Buenos días. No pensé que despertarías tan temprano.
Lucía cruzó los brazos.
—No pude dormir mucho. Anoche… fue demasiado.
Él asintió.
—Lo sé.