La mujer desapareció en el interior del edificio, dejando a Eros y Alberto frente a frente, como dos bestias enjauladas midiendo fuerzas entre sí.
—¿Qué demonios haces cerca de mi mujer? —escupió el primero, avanzando un paso con los ojos encendidos. La sola idea de que Rubí pudiera estar cerca del hombre que una vez le dejó el rostro marcado le daba asco.
¿Es que acaso esa mujer tenía memoria selectiva?
Lo llamaba a él un monstruo, ¿pero Alberto qué era acaso?
Para complementar su malestar, Alberto sonrió de lado con esa sonrisa burlona que siempre le había provocado ganas de romperle la cara en pedazos.
—¿Tu mujer? No me hagas reír. Ella no quiere seguir contigo, ¿o no escuchaste lo que dijo?
—Está molesta. Se le pasará. Pero una cosa te lo advierto desde ya… no te atrevas a ponerle un dedo encima.
—Pues si ella quiere que se lo ponga… se lo voy a poner —sus palabras estaban cargadas de dobles intenciones.
Una imagen mental de Alberto y Rubí en condiciones íntimas fue suficiente par