Guardé la fotografía debajo de la almohada. No porque creyera que me protegería, sino porque no sabía qué otra cosa hacer con ella. Dormí mal. Soñé con pasos. Con ojos invisibles. Con lobos que me miraban desde el borde de la cama, con paciencia depredadora. En el sueño, mi nombre se repetía en susurros, como si alguien lo memorizara para usarlo contra mí.
A la mañana siguiente, Dante regresó.
No dijo hola. No preguntó cómo estaba. Solo entró a la mansión con su paso medido, su traje oscuro y ese aroma a tormenta contenida que parecía seguirlo a donde fuera. Su silencio era el mismo de siempre: denso, calculado, premeditado. Pero esa mañana, traía algo más. Un rastro de preocupación bajo la máscara.
Lo encontré en el estudio. La misma habitación donde una vez sangró delante de mí. Donde entendí por primera vez que el poder también tiene su precio.
—Tenemos que hablar —le dije.
Alzó la mirada apenas, como si supiera que no podía evitarlo.
—¿Ahora soy yo quien rompió alguna regla?
Saqué