La galería no tenía nombre. Solo una puerta de madera negra en un callejón sin ruido, con una pequeña inscripción en latín que traducía algo así como: “Todo lo que se oculta, grita en silencio”.
Perfecto.
Dante fue el primero en bajar del auto. Como siempre, impecable. Como siempre, calculado. Me ofreció la mano. La tomé. Pero esa noche, no era la esposa decorativa.
Era una pieza.
Una que él estaba colocando en el tablero… con precisión quirúrgica. Un movimiento más en un juego que no se juega con reglas, sino con memoria. Y la memoria, en ese mundo, lo es todo.
—¿Lista? —preguntó sin mirarme.
—Nunca lo estoy. Pero igual entro.
Una mueca cruzó su rostro. Algo parecido a orgullo… o resignación. Tal vez ambas cosas. Tal vez algo más.
Entramos.
La galería era oscura, apenas iluminada por luces tenues que parecían más puestas para confundir que para mostrar. Las paredes eran de un gris pulido, casi sin textura, como si quisieran borrar cualquier identidad previa. En el silencio del lugar,