ZOE
El aire olía a lavanda artificial y encierro. A ese aroma clínico de lugares que pretenden ser hogares, pero están diseñados para no dejar huellas. Ethan había insistido en que descansará en aquella habitación luminosa del piso superior. Tenía vista al jardín, una cama amplia, sábanas bordadas con nuestras iniciales, y una repisa repleta de frascos perfectamente etiquetados: vitaminas, suplementos, tranquilizantes suaves.
Y su amor, claro. Ese amor dócil y viscoso que se me escurría por las manos cada vez que intentaba sostenerlo.
Me miré al espejo mientras él hablaba por teléfono en otra habitación. Mi rostro estaba limpio, mis mejillas ligeramente rosadas, mi cabello peinado. Me había convertido en esa mujer de los catálogos de vida perfecta. Pero no me reconocía. Detrás de mis ojos, algo empezaba a crujir.
La puerta se abrió con un leve chasquido. Ethan asomó la cabeza, con esa sonrisa que sabía perfectamente cuándo exhibir.
—Camila vendrá a cenar esta noche. Dice que te extra