ZOE
La carretera serpenteaba entre los árboles como una cicatriz suave sobre la piel de la montaña. Ethan conducía en silencio, una mano en el volante, la otra a ratos sobre mi muslo desnudo, acariciándolo como si quisiera recordar que yo seguía siendo suya. Fuera, los árboles altos susurraban con el viento, y el cielo tenía ese azul de postal que siempre parece esconder algo más. Yo miraba sin ver, con la cabeza apoyada en el vidrio, sintiendo el calor del sol pero sin dejar que me tocara del todo por dentro. Habíamos salido de la ciudad esa mañana. Ethan dijo que necesitábamos un respiro, que la cabaña era un refugio lejos de todo. Pero yo sabía que lo había elegido porque estaba en medio de la nada. Nadie podría encontrarnos. Ni siquiera los recuerdos.
La cabaña era hermosa. De esas que parecen sacadas de una postal cuidadosamente curada por alguien que quiere vender la idea de paz. Estaba ubicada a unas dos horas al norte de Los Ángeles, entre los pliegues ocultos del Parque Nacio