ZOE
Había una silla tapizada en lino blanco. Una lámpara cálida colgando del techo, como si la luz pudiera abrazar. Y ese silencio incómodo que habita los lugares donde se espera que una persona se rompa. La oficina olía a lavanda. Suave. Falsa. Como todo lo demás.
Me senté sin preguntar. No tenía preguntas. O tal vez las tenía, pero las palabras se habían vuelto espinas en mi lengua. Frente a mí, el terapeuta de Ethan —el doctor Maurice Leclerc, según decía la placa sobre su escritorio de madera clara— me sonrió como si ya supiera lo que no iba a decir.
—¿Cómo te has sentido desde la mudanza, Zoe?
Su voz era suave, medida, como si cada palabra hubiera sido ensayada cientos de veces frente al espejo. Asentí, porque negar me parecía una traición, aunque no supiera bien a quién. A Ethan, tal vez. A mí misma, quizás más. Desde que llegamos a Estados Unidos, mi vida había adquirido una forma tan precisa que parecía imposible que no fuera real. Y sin embargo, algo en mí no encajaba con esa