ZOE
El restaurante se alzaba sobre una de las esquinas más antiguas de Ginebra, con balcones de hierro forjado y cortinas de terciopelo que apenas dejaban filtrar la luz cálida de los candelabros. Cada mesa tenía su propio rincón, como si el lugar hubiese sido diseñado para secretos, para amantes que no quieren ser vistos, o para traidores que no quieren ser descubiertos. Ethan me ayudó a quitarme el abrigo con esa cortesía tan suya, medida al milímetro, y me ofreció la silla como si estuviéramos en el siglo pasado. Todo en él estaba perfectamente calibrado: el nudo de su corbata, el brillo tenue de su reloj, la sonrisa que no le llegaba nunca a los ojos pero que, en cambio, sabía engañar al alma. Y aunque yo me sentía aún una extraña en mi propia piel, él lograba que todo pareciera un ensayo bien orquestado. Una velada sin grietas. Todo estaba envuelto en una elegancia sobria que parecía sacada de otra época, un pequeño refugio de lujo escondido entre las calles empedradas de Ginebra