**LEONARDO**
El rugido de los motores se apaga poco a poco cuando el convoy llega al muelle. La vibración del suelo desaparece, dejándonos envueltos en un silencio que pesa. Desciendo del vehículo. El aire salado me golpea el rostro, húmedo, denso, como si el mar mismo advirtiera que algo está por venir.
Los hombres también bajan. Sus pasos resuenan sobre la madera vieja, y por un instante, el muelle parece crujir bajo el peso de nuestras armas, de nuestras decisiones. Las siluetas se confunden con la neblina; apenas puedo distinguir los rostros tras los cascos, pero siento su atención fija en mí, esperando mis órdenes.
—Verifiquen sus equipos. Nadie se separa de la línea de comando —ordeno, sin necesidad de alzar demasiado la voz. En momentos como este, la autoridad no necesita gritar; se impone por presencia.
El chasquido de los cargadores, el clic de los seguros, el roce del metal al ser comprobado. Todo forma parte de una sinfonía letal que conozco demasiado bien. Cada sonido marc