Los pasillos de la mansión Coleman siempre tenían una iluminación tenue, como si la luz no pudiera alcanzar cada rincón. Ni siquiera el sol, que se filtraba brillante por los ventanales, lograba iluminarla por completo.
La decoración era ostentosa. No por una cantidad excesiva de objetos, sino porque cada uno era excesivamente lujoso y estaba colocado como si fuera un trofeo. Cada jarrón, cada cuadro enmarcado en molduras doradas, las esculturas y los adornos, todos parecían exhibidos para decir lo costoso que eran.
—¿Qué te parece mi nuevo retrato? —preguntó Isella con un sofisticado movimiento de la mano.
En la pared más grande del salón central, colgaba un enorme lienzo. En él, ella, estaba pintada con un vestido magenta oscuro y joyas de diamantes, miraba de frente con una sonrisa apenas esbozada, como si supiera algo que los demás ignoraban.
Un escalofrío extraño recorrió mi cuerpo.
—Es… imponente —respondí, cuidando mi tono.
Isella sonrió, pareciendo satisfecha con mi respuesta.