Su respuesta había dejado a mi yo de ocho añitos atónita, y creo que fue la primera vez en mi vida que sentí tanta vergüenza y felicidad al mismo tiempo.
Parpadeé dos veces mirando fijamente el piano de cola en la estancia. Estaba en perfectas condiciones, como si el tiempo no hubiera pasado. El negro intenso de su color brillaba bajo la luz que se filtraba por el ventanal. Sin embargo, no solo recordé ese momento feliz de mi infancia, sino también el más doloroso, cuando perdí a mi hermana. La persona que más disfrutaba de cada nota que solía tocar. Para quien toqué desde el día en que nació, la que dejaba de llorar al escucharme y se dormía fácilmente en brazos de mamá. —¿Estás bien, querida? —preguntó Isella. Parpadeé varias veces, apartando la vista del piano. Mis ojos ardían levemente.<