CAPITULO 4

Primeros pasos a un nuevo mundo

Ariana Prescott

Decidí firmar.

Sí, lo sé… apenas unos minutos antes le había dicho al muchacho de recursos humanos que no sería ético aceptar el puesto estando embarazada, pero cuando mis dedos se aferraron al bolígrafo y mi mirada se perdió en el blanco de los formularios, pensé en el precio de los pañales, en las consultas médicas, en los chequeos mensuales, en el cochecito, la ropa, la leche… y en lo caro que resultaba simplemente respirar en Toronto.

El chico, un rubio joven de sonrisa fácil y modales educados, me miró con cierta duda.

—Señorita Luján, ¿está segura? —preguntó, inclinándose un poco hacia mí como si quisiera darme la oportunidad de retractarme.

—Sí, completamente —mentí sin pestañear.

No podía darme el lujo de decir otra cosa. No ahora.

Firmé los documentos y sentí que, de alguna forma, estaba estampando mi firma en el inicio oficial de mi nueva vida. Una vida sin él. O al menos… eso intentaba convencerme.

El lunes, cuando crucé la puerta de aquel pequeño edificio de oficinas, llevaba conmigo mi bolso, mi determinación y un mareo matutino que me acompañaba como una sombra persistente.

El lugar olía a café recién hecho y papel nuevo. Había un murmullo constante de teléfonos sonando y teclados golpeando, una energía muy distinta a la de la empresa de Elián. Aquí todo parecía más modesto, más cercano… más mío.

El puesto no era complicado. Recepción de documentos importantes, atención de llamadas, coordinar agendas, citas y cosas que podría manejar hasta con los ojos cerrados…

Pero mi mente estaba tan llena de él, que hasta las tareas más simples se sentían cuesta arriba.

A veces, cuando alguien dejaba una taza de café en el mostrador y el aroma me alcanzaba, me golpeaba un recuerdo: aquellas mañanas en su pent-house, cuando yo todavía creía que lo nuestro era más que un secreto.

Él salía de la ducha con el cabello húmedo y la toalla baja, dejando un rastro de vapor en el pasillo. Llevaba una taza de café negro en la mano y me miraba como si yo fuera su única razón para sonreír.

Sacudí la cabeza con fuerza. No podía permitirme esos recuerdos. No aquí, no ahora.

Mis compañeros fueron amables desde el primer día.

Me explicaron los procedimientos con paciencia y hasta me ofrecieron acompañarme a almorzar. Pero no pude evitar notar que a veces me miraban con curiosidad, sobre todo cuando, a mitad de la jornada, debía salir corriendo al baño para devolver el desayuno.

—¿Estás bien? —me preguntó Sophie, una de las asistentes administrativas, con una sonrisa que no ocultaba la preocupación.

—Sí, solo tengo el estómago sensible… ya sabes, cambio de clima y todo eso —respondí, sonriendo con una naturalidad que estaba lejos de ser real.

Nadie necesitaba saber aun la verdad. Era mía y de mi bebé.

En los ratos libres me ponía a revisar documentos o a organizar papeles que nadie me pedía organizar. Tenía que mantenerme ocupada. Cuando estaba demasiado tranquila, mi mente buscaba grietas por donde colarse… y siempre acababa llevándome de vuelta a él.

En las noches, de regreso a casa de mi padre, intentaba distraerme con las conversaciones de mis hermanos.

Jacob hablaba de casos de la Interpol (los que podía contar), los gemelos discutían sobre fútbol como si el resultado de un partido fuera a decidir el destino de la humanidad, y yo sonreía, fingiendo que todo estaba bien.

Pero siempre llegaba ese momento en el que la casa se quedaba en silencio.

Ese momento en el que me encerraba en mi habitación, me sentaba en la cama y, sin pensarlo, mis manos se deslizaban hacia mi vientre todavía invisible, acariciándolo con suavidad.

Cerraba los ojos y me preguntaba cómo sería si él estuviera aquí. Si quisiera poner su mano sobre mi piel para sentir a nuestro hijo, si se quedaría dormido conmigo después de pasar horas hablando de nombres, de cómo sería su risa, su llanto, sus primeros pasos… Pero no.

Él estaba demasiado ocupado comprometiéndose con otra mujer.

Demasiado ocupado construyendo una vida donde yo no existía.

Me obligué a recordar, el porqué había tomado esta decisión.

Me obligué a repetir mentalmente que no podía darle a mi hijo un padre que solo lo reconociera en las sombras, que lo negara para no arruinar su imagen perfecta.

Aun así… dolía.

Dolía cada vez que respiraba.

Dolía cada vez que me despertaba y, por una fracción de segundo, creía que todavía estaba en su cama.

Esa noche me dormí con una mano sobre el vientre y la otra apretando la almohada, como si así pudiera sostener los pedazos que quedaban de mí.

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