Entre náuseas y recuerdos
Ariana Prescott La primera semana siempre es la más difícil. Eso me repetía a mí misma cada mañana, como un mantra, mientras me miraba en el espejo, intentando ignorar las ojeras y el ligero tono pálido que empezaba a acompañarme desde que las náuseas se habían instalado a vivir conmigo. El lunes había sido un caos. Todavía estaba intentando recordar el nombre de todos mis compañeros y aprender el sistema de llamadas internas cuando, a mitad de la mañana, tuve que salir corriendo al baño con una mano en la boca y la otra protegiendo mi vientre, como si el bebé necesitara que lo apartara de ese momento incómodo. —¿Estás bien? —preguntó Sophie, la asistente que más se había acercado a mí desde el primer día. Su tono era genuino, pero su mirada llevaba un destello de curiosidad. —Sí, creo que es algo que comí —respondí con una sonrisa débil. Mentí con la misma naturalidad con la que respiraba últimamente. El martes, sin embargo, fue distinto. Me levanté con un poco más de energía. Incluso me permití ponerme un vestido que había comprado antes de que mi cuerpo empezara a cambiar. Al llegar a la oficina, el rubio de recursos humanos —que ya sabía que se llamaba Adam— me saludó con un gesto cómplice. —Sobreviviste al primer día —me dijo en voz baja. —Y todavía con dignidad —bromeé, aunque la palabra “dignidad” me sonaba extraña en mi boca desde que había huido de Nueva York. A media tarde, mientras atendía una llamada y tomaba notas, llegó a mí ese olor. Café recién molido. No necesitaba mirar para saber que era idéntico al que solía prepararme Elián por las mañanas. Sentí que el corazón se me aceleraba sin razón y que las manos me temblaban. Cerré los ojos por un instante y fue como si lo viera, saliendo de la cocina con esa taza humeante, mirándome como si supiera algo que yo no. Abrí los ojos antes de que la imagen me destruyera por completo. “Basta, Ariana”, me dije, obligándome a concentrarme en la voz al otro lado de la línea. El miércoles llovió sin parar. Toronto parecía envuelto en una sábana gris, y yo me sentía igual. El trabajo se acumuló y tuve que quedarme una hora extra, pero la lluvia no daba tregua. Sophie se ofreció a acercarme a casa en su coche. Acepté, agradecida. Mientras el limpiaparabrisas marcaba un ritmo hipnótico, ella me preguntó: —¿Tienes familia aquí? —Sí, mi padre y mis hermanos —contesté rápido. —Eso es bueno. Mudarse sola es complicado. —Sí… —dije, dejando que el silencio se instalara. No podía contarle que la verdad era que no había llegado por una oportunidad, sino huyendo de un hombre que me partió en dos. El jueves, mi cuerpo me pasó factura. Me desperté con un dolor extraño en la parte baja del abdomen y tuve que llamar a Jeremy para que me acompañara al médico antes de ir al trabajo. Todo estaba bien, pero la doctora me recordó que debía cuidarme más, descansar y evitar el estrés. Me reí internamente. “Evitar el estrés”, claro, ni que fuera tan fácil, cuando llevaba semanas sobreviviendo a base de esconder un corazón roto… casi una misión imposible. Llegué tarde a la oficina y, aunque nadie me dijo nada, sentí la presión de ponerme al día. Esa tarde, Adam me dejó un chocolate en el escritorio. —¿Por si el día ha sido largo? —me dijo con una sonrisa. No pude evitar sonreírle. No porque me gustara, sino porque ese gesto me recordó que aún existían personas que podían ser amables sin esperar nada a cambio. El viernes, último día de la semana laboral, me encontré caminando hacia la oficina con una sensación rara: una pequeña chispa de orgullo. Había sobrevivido. Había hecho mi trabajo sin que nadie sospechara lo que realmente pasaba en mi vida. Por la tarde, Sophie me invitó a salir con el grupo para tomar algo después del trabajo. Dudé en aceptar. No me sentía lista para “socializar” de verdad, pero pensé que tal vez me haría bien. Al llegar al bar, que se encontraba a solo dos cuadras de la oficina, tomé asiente entre las chicas, en la terraza. Me pedí una limonada mientras todos bebían cerveza y hablaban de anécdotas de oficina. Por primera vez en mucho tiempo, me reí. No de forma forzada. No para disimular. Me reí porque, en ese momento, sentí que podía volver a respirar. El sábado por la mañana, mientras estaba en la cocina ayudando a mi padre a preparar el desayuno, Jeremy apareció con una caja enorme. —Para que empieces a organizar las cosas del bebé —dijo, dejándola sobre la mesa. Dentro había ropa diminuta, mantas y un par de biberones. Me quedé mirándolo, sintiendo cómo un nudo se formaba en mi garganta. —Gracias… —susurré, y él me abrazó sin decir nada más. Esa noche, mientras me acomodaba en la cama, me di cuenta de que había sobrevivido a mi primera semana en mi nuevo mundo. No sin heridas. No sin recuerdos. Pero estaba aquí. Y, aunque él todavía vivía en cada rincón de mi corazón, yo estaba aprendiendo, paso a paso, a vivir sin él. El segundo mes fue el peor. Las náuseas eran constantes y el cansancio me doblaba la espalda. Jacob insistía en llevarme y traerme del trabajo, y aunque agradecía su preocupación, odiaba sentirme tan vigilada. Un día, mientras almorzaba sola en un pequeño café cerca de la oficina, un hombre con traje oscuro y sonrisa seductora se sentó frente a mí sin pedir permiso. —Perdona, pensé que eras alguien más —dijo, aunque se notaba que mentía. Conversamos unos minutos por pura cortesía, pero me di cuenta de algo: por más guapo que fuera, no me hacía sentir nada. Y eso me asustó. ¿Acaso mi corazón había quedado sellado para siempre con el nombre de Elián? Esa noche, mientras intentaba dormir, recordé un viaje de negocios que hicimos juntos a Miami. Yo llevaba un vestido rojo, él no podía apartar los ojos de mí… y cuando volvimos al hotel, me tomó contra la pared como si hubiera pasado semanas esperándome. Me cubrí el rostro con las manos, odiándome por seguir anclada a algo que me destrozó.