Los nombres que me robaron
Elián Moretti
El silencio se sentía distinto esa noche.
Era más denso, más afilado.
Como si el aire supiera que estaba a punto de escuchar algo que cambiaría todo mi mundo.
Me pasé las manos por el rostro. No había dormido. Ni lo intenté.
Desde que crucé aquella puerta, dejándola a ella —a mi madre— con sus palabras venenosas flotando en el aire, mi cabeza era una tormenta sin fin.
Cada frase suya me seguía repitiendo en bucle: «esos bastardos deben quedarse en el anonimato».
El eco de esa palabra todavía me erizaba la piel.
Mis hijos. Mis benditos hijos.
Y yo había permitido, por cobardía, por orgullo o por compasión, hacia una madre en sus últimos días, deje que crecieran sin mí.
Sin que pudiera protegerlos.
No sé cuánto tiempo estuve mirando a la nada.
Hasta que tocaron la puerta, supe que era Héctor siempre puntual y preciso.
Como siempre.
Pero aquella noche, su rostro no tenía nada de profesional.
Solo una carga Y algo parecido a compasión.
—Pasa —le