El silencio que siguió a la revelación de Isabella había durado exactamente cuarenta y siete segundos —ella los había contado, observando cómo las manecillas del reloj de péndulo dorado se movían con una lentitud que parecía burlarse de la gravedad del momento—. Cuarenta y siete segundos en los que los miembros del Consejo Real habían procesado que su reina no era realmente de sangre real, sino una joyera de provincia que había sido elegida por el destino, la magia antigua, o quizás simplemente por la ironía cósmica.
Sebastián había permanecido a su lado durante cada uno de esos segundos, su presencia como un ancla en medio de la tormenta que estaba a punto de desatarse. Cuando finalmente habló, su voz cortó el aire espeso como una espada bien afilada.
"Miembros del Consejo," comenzó, alzándose de su asiento con