5

Valeria

Los espejos ya no me devuelven el reflejo que solían mostrar. Antes veía a una mujer elegante, compuesta, con la postura perfecta y la sonrisa medida al milímetro. Ahora… solo veo a una sombra con los labios partidos por la ansiedad y las ojeras de quien no ha dormido en días.

El vestido de satén que mi madre insistió en que usara para las fotos previas a la boda aún cuelga de la percha en la esquina de mi habitación, como un insulto. Blanco, impoluto, tan ciego como yo fui.

Leonardo no contesta mis llamadas. Mi padre. El mismo que me educó a base de silencios prolongados y lecciones de poder mal digeridas. El que me vendió a la alta sociedad como una obra de arte sin emociones. Ahora me ignora, me borra, como si nunca hubiera sido útil para él. Como si su hija fuera una mancha más fácil de quitar que de entender.

Me he convertido en un escándalo viral.

En un meme.

En una caricatura.

Y todo lo que quiero es desaparecer… o arrasar con todo.

—Valeria, cariño —la voz de mi madre, amortiguada por el teléfono, retumba como una cuchilla pulida—. Tienes que salir. Fingir que todo está bien. Ve a esa gala benéfica, ponte el Chanel rojo. Dales una sonrisa. Haz lo que siempre has hecho.

—¿Y qué es eso exactamente, mamá? —pregunto sin molestia en disimular el sarcasmo—. ¿Ser la alfombra que ustedes pisotean para mantener sus tratos limpios?

—No hables así. Piensa en la familia.

Ah, sí. La familia. Esa misma que ahora se limita a enviarme correos con comunicados de prensa que debo memorizar y repetir como loro para “reestablecer mi imagen pública”.

Lo peor de caer no es el golpe. Es ver a todos los que decían amarte rodear tu cadáver para asegurarse de que no te levantes.

Y sin embargo… hay una parte de mí que aún se resiste a rendirse.

Una parte que quiere venganza.

Una parte que lleva la voz de Adrián Montero repitiéndose en mi cabeza como un veneno dulce:

“No es una petición. Es una oportunidad.”

Dios mío. Odiarlo es tan fácil. Es frío, manipulador, y demasiado seguro de sí mismo. Y aun así… hay algo en él que me tienta.

Quizá porque él es el único que no ha fingido quererme.

No ha disimulado su interés. No ha escondido sus intenciones. Me lo dijo de frente: quiere destruir a mi padre. Y yo…

Yo ya no estoy tan segura de que eso sea algo tan terrible.

Llevo dos días sin comer nada sólido.

Pero esta noche, antes de salir, me obligo a comer una manzana. Cruje bajo mis dientes como una declaración. Me maquillo sin prisa, pero con precisión. Vuelvo a ponerme los tacones más altos que tengo. Si voy a hundirme, que sea con la cabeza bien alta.

El coche negro que me espera fuera del edificio no tiene placas visibles. La discreción de Adrián es impecable. O tal vez sea su deseo de mantenerme como un secreto, una jugada aún no revelada en su tablero.

Me hundo en el asiento trasero, sin mirar al chofer. No hace falta. Él ya sabe a dónde vamos.

Durante el trayecto, intento convencerme de que aún tengo control. De que aún puedo decir “no” cuando lo tenga enfrente. Pero esa voz que me advertía… cada vez suena más débil.

Lo cierto es que ya estoy caminando hacia su red. Y algo en mí quiere que me atrape.

Quizá porque, por primera vez, soy yo quien elige ser la villana.

El edificio Montero es todo lo que esperas de una empresa que ha escalado a costa de la ambición y la sangre ajena. Cristales altos, seguridad silenciosa, mármol que brilla bajo los focos como si sus pasillos ocultaran secretos… que probablemente lo hacen.

El ascensor me lleva al último piso con un zumbido que se mezcla con el latido en mi pecho.

Al abrirse las puertas, no hay secretaria, ni asistentes, ni luces encendidas más allá de su oficina.

Está esperándome.

Adrián.

De pie, frente a la enorme ventana, con la ciudad a sus espaldas como si él fuera el dueño de todo lo que se ve desde ahí. Viste de negro otra vez, pero esta vez sin corbata. El primer botón de su camisa está desabrochado y eso… eso no debería ser un problema.

Pero lo es.

—Llegas tarde —dice sin volverse, con esa voz que vibra como un trueno contenido.

—No estaba segura de venir.

—Pero viniste.

Sí.

Sí, lo hice.

Me acerco despacio. Paso junto a la enorme mesa de roble, donde reposa un solo documento: el contrato. Lo reconozco aunque no lo haya leído aún. Su presencia se impone, como una trampa elegante, legalizada y sellada.

—¿Qué se supone que debe decir eso?

Adrián finalmente gira hacia mí. Su mirada es una tormenta oscura, y aun así no puedo dejar de mirarlo. Tiene algo en la forma de observarme… como si ya supiera cuál será mi elección. Como si supiera que mi alma ya se está vendiendo, aunque mi boca aún no lo confiese.

—Dice lo que ambos queremos —responde con calma—. Que este matrimonio servirá como alianza pública. Tú recuperarás tu dignidad. Yo conseguiré acceso a ciertos círculos que tú conoces mejor que nadie. Y juntos, destrozaremos al hombre que intentó controlarnos.

—¿Y qué hay del amor, Adrián?

Su sonrisa es un filo.

—¿Amor? —pregunta como si acabara de mencionar una broma.

—No te burles.

—No me burlo, Valeria. Me aseguro de que no esperes algo que no existe.

Tomo asiento. El sillón es frío, su olor a cuero viejo y madera me envuelve. Él se sienta frente a mí, como un rey que ha esperado demasiado por este momento.

—¿Y si digo que no?

—No lo harás.

—¿Tan seguro estás de ti mismo?

—Estoy seguro de ti. —Sus palabras caen con una gravedad que me aplasta—. Nadie se ha disculpado. Nadie te ha defendido. Tu familia te ha dado la espalda. Y tú… tú estás aquí. Sola. Furiosa. Y más hermosa que nunca.

Mi respiración se entrecorta.

—No me halagues.

—No lo haré. Pero sí te diré esto, Valeria: puedes seguir lamiéndote las heridas en silencio, o puedes levantarte, tomar este contrato y hacer que cada uno de los que se rió de ti… te tema.

Mi mano tiembla. Solo un poco. Pero él lo nota.

Siempre lo nota todo.

Extiendo los dedos, apenas rozando el borde del contrato. Está impreso en papel grueso, costoso. Todo en Adrián grita perfección… incluso sus trampas.

Lo levanto. Lo leo por encima. Lo suficiente para entender que no hay clausulas románticas, ni intenciones ocultas.

Es un trato.

Y al mismo tiempo… es una sentencia.

—Quiero hacerle daño —murmuro, apenas consciente de lo que digo.

—Entonces estás lista.

Lo miro. Muy cerca. Tan cerca que siento el calor de su cuerpo desde el otro lado de la mesa.

Y en ese instante, sé que no hay marcha atrás.

—Dame un bolígrafo.

Él se inclina, su perfume envolviéndome, y coloca una estilográfica frente a mí.

—Bienvenida a la guerra, Valeria.

Y mientras firmo, sin titubear, sé que acabo de hacer el trato más peligroso de mi vida.

Pero también el más necesario.

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