Adrian
Los débiles juegan al ajedrez con las emociones. Los fuertes, con los resultados.
La diferencia entre una jugada brillante y una tragedia pública es simple: el tiempo. Y yo siempre he sabido cuándo mover la pieza correcta. Valeria D’Angelo era un peón que no supo ver el tablero completo… hasta que la destruyeron en vivo y en directo. Qué irónico. La perfecta princesa humillada frente a millones. Y yo… disfrutando cada segundo desde mi oficina de cristal, con una copa de whisky en la mano y el reloj marcando la caída.
No hay espectáculo más exquisito que ver arder a un imperio… cuando tú sostienes el fósforo.
—¿Ya lo publicaron? —pregunté sin apartar la vista de la pantalla.
En ella, Valeria aparecía tambaleándose fuera de la iglesia, el vestido de novia arrastrando por el suelo, sus lágrimas tan visibles que casi daban pena. Casi. El presentador hablaba de traición, de escándalo, de rumores sobre sobornos y desvíos de dinero por parte de su padre. Perfecto.
—Sí, señor Montero. Tal como usted indicó —respondió Camila desde la otra línea, su voz neutra, eficiente, letal—. El video ya alcanzó más de cuatro millones de reproducciones. Los medios italianos y españoles lo están replicando. También filtramos las imágenes de Leonardo en la villa de la Costa Azul con la otra mujer. Todo según lo planeado.
—Excelente.
Colgué sin despedirme. No era necesario.
A veces me preguntaba si había algo retorcido en mí. Si realmente me había convertido en este cabrón despiadado que todos temían. Pero cada vez que recordaba el rostro de mi madre llorando en la sala de tribunales mientras Leonardo D’Angelo salía victorioso con la sonrisa de un lobo, se me pasaba. Él arruinó mi familia. Robó lo que era nuestro. La empresa, el respeto, la vida misma.
Ahora le tocaba perder a él. Y no hay nada que un hombre como él odie más… que ver a su propia sangre siendo utilizada por su peor enemigo.
Apoyé los codos en el escritorio y entrelacé los dedos. La noche caía sobre la ciudad como una promesa de caos. Mi reflejo en los ventanales era el de siempre: impecable, controlado, frío. El traje negro. La corbata perfectamente anudada. Cada fibra de mi cuerpo gritaba poder.
Y sin embargo, en el centro del tablero, una pieza inesperada giraba con luz propia: Valeria.
No la había elegido por capricho. La había estudiado. Observado. Sabía lo que escondía detrás de ese disfraz de porcelana. Sabía lo que había soportado en silencio mientras Leonardo la moldeaba a su antojo. Y sobre todo… sabía que estaba al borde del colapso.
Las mujeres como ella no rompen fácilmente.
Pero cuando lo hacen…
Se convierten en dinamita.
Ella aún no lo entendía, pero su mayor debilidad no era su apellido.
Era su hambre de ser algo más que una sombra.
Por eso me dirá que sí.
No por mí.
Sino por ella misma.
Horas después, el informe llegó a mi correo. El escándalo crecía como un incendio forestal. Mi equipo había filtrado discretamente que los D’Angelo estaban encubriendo información fiscal comprometida. Y que, en un arranque desesperado por desviar la atención, estaban culpando a Valeria por “haber arruinado la imagen de la familia”.
El cinismo no conoce límites.
Releí una frase en particular:
“Fuentes internas aseguran que Leonardo D’Angelo ha cortado todo contacto con su hija Valeria y que planea enviarla al extranjero, fuera del alcance mediático.”
Sonreí. Ah, Leonardo. Tan predecible como siempre.
Encerrar a Valeria era su forma de limpiar la fachada.
Pero ella ya no era tan dócil como antes.
Apreté el botón de intercomunicador.
—¿Sí, señor Montero?
—Dile al chofer que esté listo en treinta minutos. Y que prepare el auto blindado.
—¿Va a salir?
—No. Vamos a recibir una visita.
La pausa al otro lado fue tan sutil como divertida.
—¿La señorita D’Angelo?
—Exacto. Y asegúrense de que no haya prensa ni paparazzis cerca. No quiero que llegue por la puerta equivocada.
Colgué.
No era una corazonada. Era lógica pura. Ella vendría. No porque confiara en mí. Sino porque no le quedaba nadie más a quien acudir.
Y cuando la oscuridad te abraza… incluso el demonio parece una buena idea.
El reloj marcó las once y media de la noche.
La ciudad estaba sumida en un silencio tenso, como si todos esperaran algo sin nombre.
Yo ya había dejado el whisky. Lo reemplacé por café fuerte. Necesitaba la mente clara. El cuerpo firme.
Y sí… también necesitaba verla.
Había algo en ella que desafiaba mi autocontrol.
No era solo deseo.
Era esa mezcla exquisita de fragilidad y furia contenida. Como si todo en ella gritara por romperse… o romperlo todo.
Las puertas del ascensor se abrieron con un suave ding.
Y ahí estaba.
Valeria.
Vestida con un abrigo oscuro, los labios tensos, la mirada afilada como una navaja.
No venía a pedir. Venía a negociar.
Bien.
Me puse de pie sin apartar la vista de ella.
—Parece que el caos te sienta bien —murmuré.
Ella alzó una ceja.
—No estoy aquí para tus halagos, Montero.
—No eran halagos.
Cerró la puerta detrás de sí, sin miedo, sin titubeos. Caminó hacia mí con la determinación de quien ya no tiene nada que perder.
—¿Esto es lo que querías? —preguntó con voz baja—. ¿Convertirme en un chiste nacional?
—No. Yo no te convertí en nada, Valeria. Solo abrí los ojos de todos.
—Y arruinaste lo poco que me quedaba.
Me acerqué. Despacio. Lo suficiente para que sintiera el calor de mi cuerpo, pero sin tocarla.
—Yo no vine a destruirte. Vine a darte una opción.
Sus pupilas se dilataron, pero no retrocedió.
—¿Y qué ganas tú con eso?
—Justicia.
Ella soltó una risa amarga.
—¿Eso es lo que llamas justicia? ¿Exhibirme como una muñeca rota para saldar tus cuentas con mi padre?
—No estás rota, Valeria. Estás furiosa. Y yo puedo ayudarte a canalizar esa furia.
Se hizo un silencio espeso entre nosotros.
Como si el aire supiera que estaba a punto de cambiar algo.
Ella me sostuvo la mirada.
—Dijiste que no me ofrecerías amor. Solo poder.
—Y lo sostengo.
—Entonces dime algo… —dio un paso más cerca, sus labios apenas separados—. ¿Por qué siento que si digo que sí… no solo voy a destruir a mi padre?
Apreté la mandíbula. No contesté.
Porque tenía razón.
Ella no era una víctima.
Era mi cómplice perfecta.
Y yo… ya no sabía si estaba usando su dolor, o el mío.
—Porque, Valeria… —le susurré, dejando que mi aliento rozara su piel—. Una vez que entres en este juego, no habrá vuelta atrás.
Ella me miró como si ya lo supiera.
Y sonrió.
—Entonces haz tu jugada, Adrián. Porque yo ya elegí bando.