Valeria
El beso aún me ardía en los labios, y no precisamente por placer. Fue una declaración de guerra. Un recordatorio público de a quién “pertenecía” ahora. Y si bien los flashes de las cámaras se apagaron, el eco de ese momento seguía en mi cabeza como una canción pegajosa que no pedí escuchar.
Desde aquella noche, decidí algo muy claro: no iba a permitir que Adrián Montero creyera que podía manejarme como una extensión de su imperio. No sería una decoración en su brazo ni un trofeo para exhibir en cenas benéficas. Si íbamos a jugar esta farsa, yo marcaría mis propias reglas. Y la primera de ellas era simple: distancia.
El lunes me presenté punt