Adrian
Todo comenzó con un sobre. Sin remitente. Sin logo. Sin rastro.
Negro. Del tipo que huele a tinta vieja y advertencia. Estaba en mi escritorio cuando llegué a la oficina esa mañana, entre los informes de inversiones y los documentos de la nueva alianza con Corea. Nadie supo decir quién lo dejó. Ni en recepción, ni mi asistente personal, ni siquiera los de seguridad.
Y eso me jodió.
Me senté con el ceño fruncido, lo observé un segundo largo. No tenía nombre escrito, pero algo en mi interior —esa maldita intuición que desarrollas cuando tu apellido pesa más que tus pe