Liam camina de un lado a otro del departamento como una fiera enjaulada. Con los puños apretados y el ceño fruncido, con pasos erráticos, frenéticos, desgastados por la ansiedad. El sudor le perla la frente y sus manos tiemblan, aferradas a una botella de cerveza medio vacía.
En la televisión, la noticia de la gran boda ocupa todos los titulares. –Hoy, en exclusiva, desde la Parroquia de San Elías, la boda más esperada del año: Amara Laveau está a punto de unir sus vidas en sagrado matrimonio… – repiten los conductores con sonrisas plásticas, como si estuvieran anunciando el final feliz de un cuento de hadas. Pero para Liam, es una pesadilla retransmitida en alta definición.
Las imágenes de Amara en el altar, aunque todavía no ha llegado, el vestido que se intuye colgado en algún camerino nupcial, las flores, la expectativa del público… todo eso lo ahoga. Es como si el mundo celebrara su derrota.
Se detiene frente al televisor y clava la mirada en la pantalla. El rostro de Cristób