Liam irrumpe en la sala como un huracán desatado, con el pecho agitado, la mirada encendida y los dedos crispados por la desesperación. Cada segundo es una daga. Cada rincón que revisa sin éxito, una puñalada más.
–¡¿Dónde carajos están?! –gruñe entre dientes, mientras revuelca los almohadones del sofá y tira una pila de revistas al suelo.
Su mirada salta de un mueble al otro, frenética, sin encontrar lo que busca. Los cajones crujen cuando los abre con furia, lanzando llaves inútiles, cargadores viejos, recibos rotos. Pero no encuentra la maldita llave de su moto.
–¡Mierda! –grita con rabia, golpeando la mesa con el puño cerrado. El dolor apenas lo registra. Su mente está en otra parte.
Corre hacia la cocina, revisa los ganchos de la pared donde siempre cuelgan las llaves. Vacío. Solo cuelga el llavero del candado de la bicicleta de Lucero. –¡No puede ser! ¡No ahora! –jadea. – ¡Tiene que estar aquí! ¡Tiene que estar!
Revisa los bolsillos del pantalón tirado sobre el res