El silencio en la sala de audiencias es tan denso que podría cortarse con un bisturí. Todos los ojos están fijos en Amara Laveau, quien permanece erguida en el estrado. Su respiración es contenida, pero su mirada no titubea. Lleva las manos entrelazadas sobre el regazo, y su vestido formal contrasta con la fragilidad que emana de su rostro.
La jueza asiente levemente, dándole la palabra. Amara cierra los ojos por un instante, como quien invoca fuerza desde lo más profundo de su memoria. Luego, respira hondo y, con voz temblorosa pero decidida, rompe el silencio que lo envuelve todo.
–Durante estos últimos tres meses –comienza con voz firme, aunque su temblor emocional se filtra por los bordes–, me he repetido una y otra vez que todo fue una pesadilla, una distorsión del inconsciente. Pero no lo fue. Las cicatrices en mi cuerpo, las pesadillas que me despiertan gritando cada noche, son pruebas irrefutables de que fue real. Devastadoramente real.
Hace una pausa. Su garganta se cierra